Desde el año 1926, la Iglesia celebra la Jornada Mundial de
las Misiones el penúltimo domingo de octubre. Es el llamado Día de las
Misiones, conocido en los países de habla hispana por el acrónimo DOMUND (DOmingo
MUNDial). Este año será, en todas las comunidades cristianas, también en los territorios
de misión, el 21 de octubre. Durante el mes de octubre, y en especial este día,
los fieles participan con la oración y el compromiso de cooperación económica
en la actividad misionera de la
Iglesia.
En España se ha propuesto
para esta Jornada el lema:
"Misioneros de la fe"
Mensaje del papa Benedicto XVI con motivo de la Jornada Mundial de las Misiones 2012:
Queridos hermanos y
hermanas:
La
celebración de la
Jornada Misionera Mundial de este año adquiere un significado
especial. La celebración del 50 aniversario del comienzo del Concilio Vaticano
II, la apertura del Año de la Fe
y el Sínodo de los Obispos sobre la Nueva Evangelización,
contribuyen a reafirmar la voluntad de la Iglesia de comprometerse con más valor y celo en
la misión ad gentes, para que el
Evangelio llegue hasta los confines de la tierra.
El
Concilio Ecuménico Vaticano II, con la participación de tantos obispos de todos
los rincones de la tierra, fue un signo brillante de la universalidad de la Iglesia, reuniendo por
primera vez a tantos Padres Conciliares procedentes de Asia, África,
Latinoamérica y Oceanía. Obispos misioneros y obispos autóctonos, pastores de
comunidades dispersas entre poblaciones no cristianas, que han llevado a las
sesiones del Concilio la imagen de una Iglesia presente en todos los
continentes, y que eran intérpretes de las complejas realidades del entonces
llamado “Tercer Mundo”. Ricos de una experiencia que tenían por ser pastores de
Iglesias jóvenes y en vías de formación, animados por la pasión de la difusión
del Reino de Dios, ellos contribuyeron significativamente a reafirmar la necesidad
y la urgencia de la evangelización ad
gentes, y de esta manera llevar al centro de la eclesiología la naturaleza
misionera de la Iglesia.
Eclesiología misionera
Hoy
esta visión no ha disminuido, sino que por el contrario, ha experimentado una
fructífera reflexión teológica y pastoral, a la vez que vuelve con renovada
urgencia, ya que ha aumentado enormemente el número de aquellos que aún no
conocen a Cristo: “Los hombres que esperan a Cristo son todavía un número
inmenso”, comentó el beato Juan Pablo II en su encíclica Redemptoris missio sobre la
validez del mandato misionero, y agregaba: “No podemos permanecer tranquilos,
pensando en los millones de hermanos y hermanas, redimidos también por la Sangre de Cristo, que viven
sin conocer el amor de Dios” (n. 86). En la proclamación del Año de la Fe, también yo he dicho que
Cristo “hoy como ayer, nos envía por los caminos del mundo para proclamar su
Evangelio a todos los pueblos de la tierra” (Carta apostólica Porta fidei, 7); una proclamación que,
como afirmó también el Siervo de Dios Pablo VI en su Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, “no constituye para
la Iglesia
algo de orden facultativo: está de por medio el deber que le incumbe, por
mandato del Señor, con vista a que los hombres crean y se salven. Sí, este
mensaje es necesario. Es único. De ningún modo podría ser reemplazado” (n. 5).
Necesitamos por tanto retomar el mismo fervor apostólico de las primeras
comunidades cristianas que, pequeñas e indefensas, fueron capaces de difundir el
Evangelio en todo el mundo entonces conocido mediante su anuncio y testimonio.
Así,
no sorprende que el Concilio Vaticano II y el Magisterio posterior de la Iglesia insistan de modo
especial en el mandamiento misionero que Cristo ha confiado a sus discípulos y
que debe ser un compromiso de todo el Pueblo de Dios, obispos, sacerdotes,
diáconos, religiosos, religiosas y laicos. El encargo de anunciar el Evangelio
en todas las partes de la tierra pertenece principalmente a los obispos,
primeros responsables de la evangelización del mundo, ya sea como miembros del
colegio episcopal, o como pastores de las iglesias particulares. Ellos,
efectivamente, “han sido consagrados no sólo para una diócesis, sino para la
salvación de todo el mundo” (Juan Pablo II, Carta encíclica Redemptoris missio, 63), “mensajeros
de la fe, que llevan nuevos discípulos a Cristo” (Ad gentes, 20) y hacen “visible el
espíritu y el celo misionero del Pueblo de Dios, para que toda la diócesis se
haga misionera” (ibíd., 38).
La prioridad de evangelizar
Para
un Pastor, pues, el mandato de predicar el Evangelio no se agota en la atención
por la parte del Pueblo de Dios que se le ha confiado a su cuidado pastoral, o
en el envío de algún sacerdote, laico o laica Fidei donum. Debe implicar todas las actividades de la Iglesia local, todos sus
sectores y, en resumidas cuentas, todo su ser y su trabajo. El Concilio
Vaticano II lo ha indicado con claridad y el Magisterio posterior lo ha
reiterado con vigor. Esto implica adecuar constantemente estilos de vida,
planes pastorales y organizaciones diocesanas a esta dimensión fundamental de
ser Iglesia, especialmente en nuestro mundo que cambia de continuo. Y esto vale
también tanto para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida
Apostólicas, como para los Movimientos eclesiales: todos los componentes del
gran mosaico de la Iglesia
deben sentirse fuertemente interpelados por el mandamiento del Señor de
predicar el Evangelio, de modo que Cristo sea anunciado por todas partes.
Nosotros los Pastores, los religiosos, las religiosas y todos los fieles en
Cristo, debemos seguir las huellas del apóstol Pablo, quien, “prisionero de
Cristo para los gentiles” (Ef 3,1), ha trabajado, sufrido y luchado para
llevar el Evangelio entre los paganos (Col 1,24-29), sin ahorrar energías,
tiempo y medios para dar a conocer el Mensaje de Cristo.
También
hoy, la misión ad gentes debe ser el horizonte constante y el
paradigma en todas las actividades eclesiales, porque la misma identidad de la Iglesia está constituida
por la fe en el misterio de Dios, que se ha revelado en Cristo para traernos la
salvación, y por la misión de testimoniarlo y anunciarlo al mundo, hasta que Él
vuelva. Como Pablo, debemos dirigirnos hacia los que están lejos, aquellos que
no conocen todavía a Cristo y no han experimentado aún la paternidad de Dios,
con la conciencia de que “la cooperación misionera se debe ampliar hoy con
nuevas formas para incluir no sólo la ayuda económica, sino también la
participación directa en la evangelización” (Juan Pablo II, Carta encíclica Redemptoris missio, 82). La celebración
del Año de la Fe y
el Sínodo de los Obispos sobre la nueva evangelización serán ocasiones
propicias para un nuevo impulso de la cooperación misionera, sobre todo en esta
segunda dimensión.
La fe y el anuncio
El
afán de predicar a Cristo nos lleva a leer la historia para escudriñar los
problemas, las aspiraciones y las esperanzas de la humanidad, que Cristo debe
curar, purificar y llenar de su presencia. En efecto, su mensaje es siempre
actual, se introduce en el corazón de la historia y es capaz de dar una
respuesta a las inquietudes más profundas de cada ser humano. Por eso la Iglesia debe ser
consciente, en todas sus partes, de que “el inmenso horizonte de la misión de la Iglesia, la complejidad de
la situación actual, requieren hoy nuevas formas para poder comunicar
eficazmente la Palabra
de Dios” (Benedicto XVI, Exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini, 97). Esto exige, ante
todo, una renovada adhesión de fe personal y comunitaria en el Evangelio de
Jesucristo, “en un momento de cambio profundo como el que la humanidad está
viviendo” (Carta apostólica Porta fidei,
8).
En
efecto, uno de los obstáculos para el impulso de la evangelización es la crisis
de fe, no sólo en el mundo occidental, sino en la mayoría de la humanidad que,
no obstante, tiene hambre y sed de Dios y debe ser invitada y conducida al pan
de vida y al agua viva, como la samaritana que llega al pozo de Jacob y
conversa con Cristo. Como relata el evangelista Juan, la historia de esta mujer
es particularmente significativa (cf. Jn 4,1-30): encuentra a Jesús
que le pide de beber, luego le habla de una agua nueva, capaz de saciar la sed
para siempre. La mujer al principio no entiende, se queda en el nivel material,
pero el Señor la guía lentamente a emprender un camino de fe que la lleva a
reconocerlo como el Mesías. A este respecto, dice san Agustín: “después de
haber acogido en el corazón a Cristo Señor, ¿qué otra cosa hubiera podido hacer
[esta mujer] si no dejar el cántaro y correr a anunciar la buena noticia?” (In
Ioannis Ev., 15,30). El encuentro con Cristo como Persona viva, que colma la
sed del corazón, no puede dejar de llevar al deseo de compartir con otros el
gozo de esta presencia y de hacerla conocer, para que todos la puedan
experimentar. Es necesario renovar el entusiasmo de comunicar la fe para
promover una nueva evangelización de las comunidades y de los países de antigua
tradición cristiana, que están perdiendo la referencia de Dios, de forma que se
pueda redescubrir la alegría de creer. La preocupación de
evangelizar nunca debe quedar al margen de la actividad eclesial y de la vida
personal del cristiano, sino que ha de caracterizarla de manera destacada,
consciente de ser destinatario y, al mismo tiempo, misionero del Evangelio. El
punto central del anuncio sigue siendo el mismo: el Kerigma de Cristo
muerto y resucitado para la salvación del mundo, el Kerigma del amor
de Dios, absoluto y total para cada hombre y para cada mujer, que culmina en el
envío del Hijo eterno y unigénito, el Señor Jesús, quien no rehusó compartir la
pobreza de nuestra naturaleza humana, amándola y rescatándola del pecado y de
la muerte mediante el ofrecimiento de sí mismo en la cruz.
En
este designio de amor realizado en Cristo, la fe en Dios es ante todo un don y
un misterio que hemos de acoger en el corazón y en la vida, y del cuál debemos
estar siempre agradecidos al Señor. Pero la fe es un don que se nos dado para
ser compartido; es un talento recibido para que dé fruto; es una luz que no
debe quedar escondida, sino iluminar toda la casa. Es el don más importante que
se nos ha dado en nuestra existencia y que no podemos guardarnos para nosotros
mismos.
El anuncio se transforma en caridad
¡Ay
de mí si no evangelizase!, dice el apóstol Pablo (1 Co 9,16). Estas
palabras resuenan con fuerza para cada cristiano y para cada comunidad
cristiana en todos los continentes. También en las Iglesias en los territorios
de misión, iglesias en su mayoría jóvenes, frecuentemente de reciente creación,
el carácter misionero se ha hecho una dimensión connatural, incluso cuando
ellas mismas aún necesitan misioneros. Muchos sacerdotes, religiosos y
religiosas de todas partes del mundo, numerosos laicos y hasta familias enteras
dejan sus países, sus comunidades locales y se van a otras iglesias para
testimoniar y anunciar el Nombre de Cristo, en el cual la humanidad encuentra
la salvación. Se trata de una expresión de profunda comunión, de un compartir y
de una caridad entre las Iglesias, para que cada hombre pueda escuchar o volver
a escuchar el anuncio que cura y, así, acercarse a los Sacramentos, fuente de
la verdadera vida.
Junto
a este grande signo de fe que se transforma en caridad, recuerdo y agradezco a
las Obras Misionales Pontificias, instrumento de cooperación en la misión
universal de la Iglesia
en el mundo. Por medio de sus actividades, el anuncio del Evangelio se
convierte en una intervención de ayuda al prójimo, de justicia para los más
pobres, de posibilidad de instrucción en los pueblos más recónditos, de
asistencia médica en lugares remotos, de superación de la miseria, de
rehabilitación de los marginados, de apoyo al desarrollo de los pueblos, de
superación de las divisiones étnicas, de respeto por la vida en cada una de sus
etapas.
Queridos
hermanos y hermanas, invoco la efusión del Espíritu Santo sobre la obra de la
evangelización ad gentes, y en particular sobre quienes trabajan en ella,
para que la gracia de Dios la haga caminar más decididamente en la historia del
mundo. Con el Beato John Henry Newman, quisiera implorar: “Acompaña, oh Señor,
a tus misioneros en las tierras por evangelizar; pon las palabras justas en sus
labios, haz fructífero su trabajo”. Que la Virgen María, Madre
de la Iglesia
y Estrella de la
Evangelización, acompañe a todos los misioneros del
Evangelio.
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